Érase una vez un mundo en el que todos sus habitantes eran perros. Los perros, de distintas formas, colores y tamaños, habían aprendido a hablar, leer, construir ciudades, vestirse y, en definitiva, evolucionar. Había perros con más suerte que otros, perros más afortunados en el amor, en el trabajo, en la salud o en la riqueza. En cualquier caso, todos los perros sabían cómo debían comportarse, qué debían hacer y cómo lograr su felicidad perruna, aunque no todos pudieran conseguirlo. Era un mundo creado por perros para comodidad y beneficio de los perros. ¿Cómo no iba a ser así si todos sus habitantes eran perros?

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Curiosamente, esta historia no la protagoniza ningún perro, sino una gata. Lo que le ocurría a esta gata es que no conocía su naturaleza felina, aunque podía sentirla en cada fibra de su ser. La gata, mientras crecía, pensaba que era un can, pero defectuoso, incapaz de ladrar y hacer otras cosas que los perros hacían con mucha facilidad. Por mucho que se esforzara, no conseguía ser tan fuerte, tan sociable, tan alegre como sus compañeros perros. Ella prefería muchas veces la soledad y el silencio, aunque necesitaba tanto amor como cualquiera de sus compañeros, sólo que la forma en que los perros lo demostraban a veces le dolía, y la forma en que ella demostraba su cariño y afecto era considerada fría o inadecuada.

La gata, aunque era capaz de hacer cosas que los perros no podían ni imaginar, los demás sólo eran capaces de ver lo que no podía hacer. Y si conseguía, con mucho esfuerzo y sufrimiento, hacer algo que los perros esperaban de ella, le decían que no era tan difícil, que había sido una perezosa todo aquel tiempo por no haberlo intentado lo suficiente. Aunque había perros que la amaban tal y como era y comprendían que ella nunca sería igual a ellos, perros que podían ver su felinidad a pesar de no reconocerla como gata, sólo como una perra muy especial, la sociedad perruna en su conjunto no era tan transigente.

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La gata creció y creció. Aprendió a ocultar sus diferencias, a ladrar, a actuar como un perro. Pero también aprendió a ver con sus ojos de gata que el mundo no era tal y como le habían enseñado desde que era una cachorrita. El mundo no estaba sólo habitado por perros, aunque fueran ellos quienes gobernaran y fueran mayoría. Otros animales habían evolucionado junto a ellos, camuflados y disfrazados. Conoció a otros gatos que se habían dado cuenta de lo mismo, a gatos que no sabían que eran gatos o que negaban serlo, gatos que pensaban que ser gato era una maldición, pero también gatos felices que habían conseguido crear un rinconcito en el mundo agradable para ellos. Y no sólo existían gatos disfrazados de perros para sobrevivir en aquel mundo perruno. También había cerditos, roedores, caballos y otros muchos tipos de animales que debían tratar de parecerse lo más posible a los perros para no ser discriminados.

La gata, junto con otros muchos animales, incluidos algunos perros, se indignaron al descubrir esta realidad, esta maravillosa diversidad ocultada bajo la pesada losa de la normalidad perruna.

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Esta fábula no tiene final, porque todavía no se ha escrito, pero depende de todes nosotres decidir cómo terminará el cuento.