El alcohol ha estado presente en mi vida desde mi más tierna infancia, y su sombra etílica, cuyo olor me repugna y me causa rechazo, todavía me persigue.

Esta es mi experiencia personal, pero sé que no es única en entornos autistas y/o neurodivergentes (ni tampoco fuera de estos entornos).

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Antes el autismo no se detectaba ni se diagnosticaba si la persona era verbal y tenía un CI medio o elevado. No se concebía, ni se sabía apenas de los estudios de Hans Asperger, así que las personas autistas con estas características sencillamente no existían. Bueno, sí existían, pero con otros nombres: les rares, les frikis, les empollones, les tartajas, les excéntriques,…

Así era mi padre, uno de esos chicos raros, con voz aflautada y amanerado en sus gestos. Mi madre fue la primera novia seria que tuvo, nunca le conocimos amigos íntimos, le gustaba la papiroflexia, construir islas con platos de plástico y ramitas que había encontrado, leer ciencia ficción y dormir. Yo amaba a mi padre con todo mi corazón, era quien me comprendía, yo era un pequeño reflejo suyo. Y creo que él me quería a mí de la misma manera. Me hacía las mejores patatas fritas del mundo.

No sé cuándo empezó a beber, aunque puedo comprender por qué. Yo también pasé por eso cuando llegué a una edad en la que socializar se convirtió en algo primordial. Sé que mi padre empezó por el vino. Supongo que le soltaba la lengua en las reuniones sociales y se desinhibía lo suficiente para sentirse integrado en cualquier grupo de gente, ya fuera en el trabajo o fuera de él. Sé que trabajar cuarenta horas a la semana, aunque su trabajo era más autistfriendly que el mío, le quemaba el alma. Supongo que el alcohol también le ayudaba a aliviar el dolor de una existencia incomprensiblemente difícil. Pero el alcohol  es un demonio y siempre se cobra su precio. Casi mata a mi padre, o puede que matara una gran parte de él. Nunca volvió a ser él mismo. Su amor por mí se había consumido. Sólo tenía un amor, uno tóxico y peligroso: la botella. Del vino se pasó a los gintonics y de ahí a la ginebra pura, bebida directamente de la botella a temperatura ambiente. Mis padres se separaron, él se separó de mí y de mi hermana cada vez más y más y más… hasta que un día, tras clavarme un puñal en el corazón (metáfora, no quiero contar lo que ocurrió de verdad), desapareció y no volvió nunca más.

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Yo también descubrí bastante temprano los tentadores beneficios que reportaba el alcohol en mi organismo: socializar ya no me costaba un esfuerzo, ni siquiera con gente desconocida; mis sentidos aturdidos volvían más amable el mundo que me rodeaba, todo tenía un tacto más placentero, un sonido menos horrible, una luminosidad casi soportable. Hubiera sido tan fácil dejarme llevar por ese camino. Hice unas cuantas barbaridades, como beberme una botella entera de tequila una mañana de excursión escolar. Tenía diecisiete años. Entonces conocí a mi ex, que también empezó a beber de forma desmedida, y yo con él. La vida parece más fácil con unas cuantas copas de más.

Por suerte o por desgracia, yo caí en mi propio abismo autista. Un abismo que probablemente me haya salvado de otro tipo de vida, una vida que me habría hecho tremendamente infeliz. Pagué mi propio precio por coquetear con el alcohol pero aprendí la lección y no he vuelto a usar ese veneno para encajar en una sociedad básicamente enferma. Mi ex, en cambio, seducido por los mismos demonios que alejaron a mi padre de mi lado, se dejó embaucar por sus falsas promesas de felicidad. Como comprenderéis sin necesidad de añadir mucho más, la situación se hizo insostenible y acabé huyendo, aterrada, pero feliz por haber escapado nuevamente de las garras pringosas de la ebriedad.

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Para mi desgracia, el alcohol no me pondría la huida tan fácil. Él también se apoderó de mi madre, otra persona neurodivergente aunque no autista, pero igualmente proclive a las adicciones por motivos muy similares a los del autismo. La violencia etílica ardió en su sangre y rompió mi corazón, el de mi hermana, el suyo propio, nuestro hogar y nuestras esperanzas de felicidad. Mi hermana huyó lejos y, aún así, veo el peligro que se cierne sobre ella. Veo claramente cómo el alcohol también trata de engatusarla con sus dulces engaños y empalagosa astucia. Y no puedo hacer nada, porque yo no sé qué hice de especial para escapar del carisma de la botella.

Comprendo los motivos por los que la gente autista comienza a beber, comprendo los motivos por los que la gente neurodivergente bebe y bebe, y también por qué la gente neurotípica que cae en trastornos como la depresión o la ansiedad no dejan de beber. Lo comprendo y eso sólo hace que odie todavía más el alcohol.

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Tal vez otro día me anime a escribir algunos tips para que las personas autistas no caigamos en el alcoholismo como forma de vida, pero hoy no es ese día. Con abrir mi corazón ha sido suficiente por hoy. Gracias por leerme.